Que la ciudad se llene de largas noches y calles frías. Que se enciendan las velas...
Cuando cogí el taxi con destino a tu hotel, me molestaban los semáforos en rojo. Incluso pregunté al conductor, como una niña pequeña, si quedaba mucho para llegar. Qué impaciente estaba por verte y abrazarte, estar sin ti era estar perdiendo el tiempo.
Había luces de Navidad en la puerta del hotel, pero seguro que brillaban menos que nuestros ojos. Tenía al principio esos nervios bonitos, ya sabes, esos que son diferentes a los que sientes antes de un examen o de una reunión de trabajo. Nervios agradables, de los que sientan bien.
Que se mojen las balas, que se borren las fotos de las revistas, que se coman a besos las colegialas a los artistas. Que se toque la gente...
Tu primer beso no me lo esperaba. ¿Cuánto llevábamos juntos, tres minutos? Fue girar la calle y empujarme contra el coche para comernos la boca. Aunque reconozco que hacíamos más que eso, apretábamos fuerte nuestros vientres, como un pequeño ensayo de todo lo que vendría después.
Enseguida el frío de la calle se volvió incompatible con el calor de nuestros cuerpos y subimos a la habitación. Y... ¿puedo decir esto aquí? Estábamos muy excitados, íbamos liberando poco a poco ese deseo contenido desde hace tanto...
Porque voy a salir esta noche contigo, se quedarán sin beatos las catedrales. Y seremos dos gatos al abrigo de los portales.
¿No tienes la sensación de que luego todo surgió sin más? De forma fácil, quiero decir. Ya, ya lo sé, para hacer el amor no hay que tener un Máster, pero nos salió tan bien, tan perfecto, como si lleváramos haciéndolo toda la vida, pero con las ansias y la intensidad de las primeras veces. Esa mezcla me derritió y me conquistó.
Conseguí lo que creía que no podría: olvidarme del mundo, los miedos y los complejos, y tener la mente y todos mis sentidos en lo que estábamos haciendo. Hasta que no sé cuántas posturas y orgasmos después, nos quedamos relajados y medio dormidos... pero enseguida te desperté otra vez, insaciable de ti.
Entrelazábamos los momentos de pasión con los de conversación, y su vez, las conversaciones oscilaban todo el tiempo entre lo profundo, lo sexual y lo trivial. Hablamos de muchas cosas y con muchos tonos, intercalándolo todo en una charla tan genial, de esas que sólo puedes tener con alguien con quien conectas de verdad.
Que vuelvan las cigüeñas al calendario, que sufran por amores los dictadores y los notarios. Que se muera el olvido, que se escondan las llaves de los juzgados...
Me invitaste a un café y tenía todo el tiempo esa sensación de querer seguir contigo, así que me alegré cuando no quedaste con tus amigos y pudimos pasear, seguir divirtiéndonos. Decidimos ir a comer algo (qué rico estaba todo) y enseguida volvimos al hotel, todavía con ganas el uno del otro. Mejor dicho: con más ganas el uno del otro.
Porque voy a salir esta noche contigo, se quedarán sin coartada los criminales. Y serás mi invitada en paraísos artificiales...
Y en lugar de estar ya algo calmados y relajados, el sexo fue más salvaje que la noche anterior. Y siempre con esta sensación de querer más, de no estar saciados.
Pero tuvimos que irnos, me acompañaste al metro y... de eso ya no quiero hablar, porque despedirme de ti fue triste y prematuro, algo absurdo que no quería estar haciendo. Y fue a partir de ahí cuando todas las canciones que he escuchado desde entonces han estado hablando de nosotros.
Dejaremos colgada la caprichosa luna sobre los cines y las estatuas públicas derribadas en los jardines, porque voy a salir esta noche contigo, se quedarán sin medallas los generales. Y seremos los gatos más canallas de los portales...